Ambos empezaron a volar por el inmenso
salón, bailando en el aire, realizando piruetas y lindas cabriolas. A su paso
dejaban una preciosa estela luminosa, polvos mágicos. Eran dos bellas figuras
las que se deslizaban ágilmente por la inmensidad del vacío. Una preciosa dama
de pelo anaranjado como el fuego, largo y frondoso, que cubría dos maravillosas
perlas azules incrustadas en un bello y afirmado rostro de blanca tez. La otra
figura, un apuesto galán, moreno de ojos grandes y oscuros. Y allí estaban los dos,
batiendo sus maravillosas alas, como mariposas al inicio de la temporada
estival. Se deslizaban sorteando los obstáculos de la sala, majestuosa, con
gran facilidad.
El salón, adornado de maravillosas lámparas
de araña de bohemia, magnífico cristal este, brillaba con cegadores destellos
luminosos y bañaba de luz todo el entorno. Las cortinas, de un acabado
impresionante, se deslizaban a lo largo de toda la pared. Toda la estancia era
una mezcla de colores de tonos suaves y acogedores, tonos blancos, rosados,
amarillos, grises azulados, claros y agradables a la vista. Y allí estaban.
Solos. Batir por aquí, pirueta por allá, un giro… la magia brotaba por cada uno
de los rincones. Pero sólo bastó un instante para que toda aquella alegría se
viera frustrada de un intenso y estruendoso golpe…
- ¡Alto criaturas inmundas! - Era la voz de
su amo, el Gran Mago de Hador, pueblo variopinto en el que conviven multitud de
razas y especies vivas.
- Señor… nosotros no… – contestó la figura
femenina de diminutas dimensiones intentando aplacar la furia de su señor.
- ¡Basta! Os dejo unas lunas solos y ya os
creéis en el derecho de invadir mis habitaciones. Yo no os he tratado mal, pero
os habéis aprovechado de ese privilegio para abusar de mi buena hospitalidad.
- Pero… – increpó el duendecillo masculino
en defensa de los dos - …no teníamos intención de hacerle sentir ofendido, fue
un juego, sólo eso, yo… – atajó el mago cortando sus palabras al viento.
- Habéis abusado de mi confianza y pagaréis
por ello. De todas formas, no seré malvado con vosotros, ya que me habéis sido
de gran utilidad durante el tiempo que habéis estado a mi lado y habéis
aliviado el sentimiento de soledad que siempre me ha invadido.
El mago lanzó un conjuro al aire y una nube
de polvo dorado envolvió a los dos duendecillos, arrastrándolos hacia una caja
de escasas dimensiones. Sus cuerpos se tensaron y adquirieron rigidez,
adoptando una postura graciosa. Los había convertido en figuras. Luego los posó
en el centro de una plataforma, enfrentados el uno al otro y cogidos en postura
de baile, dotó a la plataforma, de aspecto circular, de capacidad para girar y,
en su centro, girarían las figuras. Y, como guinda final de aquel pastel, puso
música a su alrededor, la misma que había sonado cuando los descubrió en el
salón. Su magia impregnó la caja y, siempre que estuviese abierta sonaría
aquella música mientras los duendes bailaban al son de las dulces notas
musicales. Mientras estuviera cerrada estarían condenados a la oscuridad y al
más absoluto silencio. Así, sin saberlo, cada vez que abrimos una caja de
música, privamos a sus habitantes de la esclavitud que antaño les fue impuesta
y les damos la oportunidad de volver a disfrutar de aquel último baile.
Mientras esté abierta y dure la música, la magia permanecerá entre nosotros.
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